jueves, 31 de marzo de 2011

Elegía para un lote baldío


Elegía para un lote Baldío.
Rem Koolhaas, S M L XL Pp. 936-939. Traducido por Consuelo Farías-van Rosmalen
La permanencia de incluso el detalle más frívolo de arquitectura y la inestabilidad de la metrópoli son incompatibles.
En este conflicto la metrópoli es, por definición, la victoriosa; en su penetrante realidad la arquitectura es reducida a estatus de juguete, tolerada como decoración para las ilusiones de la historia y de la memoria.
En Manhattan esta paradoja es resuelta de manera brillante: a través del desarrollo de una arquitectura mutante que combina el aura de monumentalidad con el desempeño de la inestabilidad. Sus interiores alojan composiciones de programa y actividad que cambia constantemente e independientemente uno de la otra sin afectar lo que es llamado, con profundidad accidental, la envolvente.
El genius de Manhattan es la simplicidad de este divorcio entre apariencia y desempeño: mantiene la ilusión de la arquitectura intacta, mientras se rinde de todo corazón a las necesidades de la metrópoli. Esta arquitectura se relaciona con las fuerzas de la Groszstad [Gran ciudad] como los surfeadores con las olas.
En los años setenta, los arquitectos se revolcaron, por el contrario, en fantasías de control.
Viendo hacia atrás en la historia ellos redescubrieron no solamente viejas formas, una nueva erudición capturada en la primera página del libro de historia –puerta, columna, arquitrabe, dovela- sino también los síntomas de un poder y un estatus anterior –los ejes sin fin, las simetrías impresionantes, las vastas composiciones.
¿No fue todo esto trabajo de los arquitectos?
Inflada con sueños nostálgicos de omnipotencia, con su conciencia tan enriquecida como desgastada por una concentración exclusiva sobre la forma, la profesión encaró el final del siglo XX con un ánimo de confianza.
Ilustraciones ambiguas de este hecho fueron las series de grandes concursos (tumbas masivas sin lápida sepulcral: nunca una sola profesión ha sido tan desvergonzadamente drenada de energía y dinero como la arquitectura en los pasados 15 años), cada uno el comienzo potencial de una marcha triunfal hacia una nueva clase de ciudad, una nueva urbanidad.
En el primer concurso de La Villette (1976), los arquitectos eran libres de proponer un nuevo quartier [barrio] completo–un fragmento de la nueva y más humana ciudad del futuro. Ofrecida la oportunidad de imaginar un episodio ideal de la vida de fines del siglo XX, lanzándose en plein vitesse [a plena velocidad] hacia el tercer milenio, ellos propusieron, finalmente, un ambiente adecuado para sopladores de vidrio y herradores manejando Citroëns de la preguerra.
Más adelante -medio envalentonados ¿por qué?- este llamado a las armas para la reconstrucción de la ciudad europea se volvió aún más arrogante y dogmático en la militancia de sus declaraciones. ¡Vergüenza para todos aquellos que firmaron la declaración de Palermo!
Mientras tanto, la imaginación de OMA –rigurosamente fuera de sincronización-, era consumida por las preocupaciones gemelas: el programa (simple interés en lo que sucede), el cual parecía el proyecto no realizado de una banda marginal de arquitectura moderna; y el fenómeno de Manhattan, el cual parecía, en muchas formas, su materialización casual. Una combinación podía definir una relación plausible de arquitectura, modernidad, y metrópoli (su hogar base).
El segundo concurso de La Villette (1982) parecía ofrecer los ingredientes para una investigación completa del potencial para una Cultura de Congestión Europea. Aquí estaba la condición metropolitana par excellence [por excelencia] de Europa: un terreno vacante entre la ciudad histórica –en sí mismo deshonrado por las necesidades voraces del siglo XX- y el plankton de los banlieue [suburbios]; sobre él, dos pedazos de historia abandonados como naves espaciales. Fue una de esas insignificancias de potencial infinito todavía que en este caso pudo ser preservada ya que su programa no pudo ser expresado en forma, un programa que insistía en su propia inestabilidad.
Si la esencia de Delirious New York era el corte del Downtown Athletic Club [Club Atlético del Centro] –un turbulento apilamiento de vida metropolitana en configuraciones siempre-cambiantes; una máquina que ofreció redención a través de un exceso de hedonismo; un convencional, incluso aburrido, rascacielos; un programa tan atrevido como nunca se imaginó en este siglo- La Villette podía ser más radical por medio de suprimir el aspecto tridimensional casi completamente y proponer puro programa en su lugar, liberado de cualquier contención.
En esta analogía, las franjas a través del sitio eran como pisos de la torre, cada programa diferente y autónomo, pero modificado y “contaminado” por medio de la proximidad de todos los otros. Su existencia era tan inestable como cualquier régimen quisiera hacerlos. La única “estabilidad” era ofrecida por los elementos naturales –las filas de árboles y el bosque circular- cuya inestabilidad estaba asegurada simplemente a través del crecimiento.
Lo que La Villette finalmente sugirió fue la pura explotación de la condición metropolitana: densidad sin arquitectura, una cultura de congestión “invisible”.
1985.

1 comentario: