lunes, 29 de agosto de 2011

metáfora arquitectonica entrevista

LA METÁFORA ARQUITECTÓNICA

Jacques Derrida

«Architetture ove il desiderio può abitare» entrevista de Eva Meyer en febrero de 1986, Domus, 671, abril 1986, pp. 16-24 (incluye una traducción al inglés). En DERRIDA, J., No escribo sin luz artificial, Cuatro ediciones, Valladolid, 1999. pp. 133-140. Edición digital de Derrida en castellano.

Queremos interrogarle sobre las posibles consecuencias de su filosofía en la arquitectura: ¿qué supone esta actividad en el ámbito de la deconstrucción?, ¿puede haber cierta síntesis entre arquitectura y pensamiento que supere las limitaciones convencionales?, ¿existe, por expresarlo en sus propios términos, un nuevo pensamiento «arquitectónico»?


Consideremos el problema del pensamiento arquitectónico. Con ello no pretendo plantear la arquitectura como una técnica extraña al pensamiento y apta quizá, entonces, para representarlo en el espacio, para constituir casi su materialización, sino que intento exponer el problema arquitectónico como una posibilidad del pensamiento mismo... Ya que alude a una separación entre teoría y práctica podemos comenzar preguntándonos cuándo comenzó esta división del trabajo. Pienso que, en el momento en que se diferencia entre theoría y praxis, la arquitectura se percibe como una mera técnica, apartada del pensamiento. No obstante, quizá pueda haber un camino del pensamiento, todavía por descubrir, que pertenecería al momento de concebir la arquitectura, al deseo, a la invención.


Pero si la arquitectura se concibe como una metáfora y en consecuencia, remite siempre a la necesidad de materialización del pensamiento, ¿cómo reintroducir la arquitectura en el pensamiento de un modo no metafórico? ¿Quizá no centrándonos en esa materialización sino permaneciendo siempre en el camino, en un laberinto, por ejemplo?


Luego hablaremos del laberinto. Previamente, me gustaría bosquejar cómo la tradición filosófica ha utilizado el modelo arquitectónico como metáfora de un tipo de pensamiento que, en sí mismo, no puede ser arquitectónico. En Descartes encontramos, por ejemplo, la metáfora de los fundamentos de la ciudad, y se supone que tales cimientos son los que propiamente han de soportar al edificio, la construcción arquitectónica, la misma ciudad. Existe, por lo tanto, un tipo de metáfora urbana en la filosofía. Las Meditaciones y el Discurso del método están plagados de estas metáforas arquitectónicas que, además, tienen siempre una relevancia política.

Cuando Aristóteles quiere poner un ejemplo de teoría y práctica, cita al architekton, al que conoce el origen de las cosas: es un teórico que también puede enseñar y que tiene bajo sus órdenes a trabajadores que son incapaces de pensar de forma autónoma. De este modo se establece una jerarquía política. La arquitectónica se define como un arte de sistemas; como un arte, por lo tanto, idóneo para la organización racional de las ramas del saber en su integridad. Es evidente que la referencia arquitectónica es útil para la retórica, para un lenguaje que en sí mismo no ha conservado ningún carácter arquitectónico. Por ello me pregunto cómo pudo haber existido una forma de pensamiento relacionada con el hecho arquitectónico antes de la separación entre teoría y práctica, entre pensamiento y arquitectura.

Si cada lenguaje sugiere una espacialización -cierta disposición en un espacio no dominable sino sólo accesible por aproximaciones sucesivas- entonces es posible compararlo con una especie de colonización, con la apertura de un camino. Una vía no a descubrir sino que debe crearse. Y la arquitectura no es en absoluto ajena a tal creación. Cada espacio arquitectónico, todo espacio habitable, parte de una premisa: que el edificio se encuentre en un camino, en una encrucijada en la que sean posibles el salir y el retornar. No hay edificio sin caminos que conduzcan a él o que arranquen de él, ni tampoco hay edificios sin recorridos interiores, sin pasillos, escaleras, corredores o puertas. Pero si el lenguaje no puede controlar la accesibilidad de esos trayectos, de esos caminos que llegan a este edificio y que parten de él, únicamente significa que el lenguaje está implicado en estas estructuras, que está en camino, «de camino al habla» [Unterwegs zur Sprache], decía Heidegger, en camino para alcanzarse a sí mismo. El camino no es un método; esto debe quedar claro. El método es una técnica, un procedimiento para obtener el control del camino y lograr que sea viable.


Y ¿qué sería, entonces, el camino?


Vuelvo a referirme a Heidegger, quien señala que ódos, el camino, no es el méthodos; que existe una senda que no se puede reducir a la definición de método. La definición del camino como método fue interpretada por Heidegger como una época en la historia de la filosofía que tuvo su inicio en Descartes, Leibniz y Hegel, y que oculta el «ser camino» del camino, sumiéndolo en el olvido, mientras que de hecho, tal «ser camino» indica la infinitud del pensamiento: el pensamiento es siempre un camino. Por tanto, si el pensamiento no se eleva sobre el camino o si el lenguaje del pensamiento o el sistema lingüístico pensante no se entienden como un metalenguaje sobre el camino, ello significa que el lenguaje es un camino y que, por lo tanto, siempre ha tenido una cierta conexión con la habitabilidad. Y con la arquitectura. Este constante estar en camino, esta habitabilidad del camino que no nos ofrece salida alguna, nos atrapa en un laberinto sin escapatoria; o, de un modo más preciso, en una trampa, en un artificio deliberado como el laberinto de Dédalo del que habla Joyce.

La cuestión de la arquitectura es de hecho el problema del lugar, de tener lugar en el espacio. El establecimiento de un lugar que hasta entonces no había existido y que está de acuerdo con lo que sucederá allí un día: eso es un lugar. Como dice Mallarmé, ce qui a lieu, c'est le lieu. En absoluto es natural. El establecimiento de un lugar habitable es un acontecimiento. Y obviamente tal establecimiento supone siempre algo técnico. Se inventa algo que antes no existía; pero al mismo tiempo hay un habitante, hombre o Dios, que desea ese lugar, que precede a su invención o que la causa. Por ello, no se sabe muy bien dónde situar el origen del lugar. Quizá haya un laberinto, ni natural ni artificial, en el seno de la historia de la filosofía greco-occidental, que es donde afloró el antagonismo entre naturaleza y tecnología, y en él habitamos. De esta oposición surge la distinción entre los dos laberintos.

Pero volvamos al lugar, a la espacialidad y a la escritura. Durante algún tiempo se ha ido estableciendo algo parecido a un procedimiento deconstructivo, un intento de liberarse de las oposiciones impuestas por la historia de la filosofía, como physis / téchne, Dios / hombre, filosofía / arquitectura. Esto es, la deconstrucción analiza y cuestiona parejas de conceptos que se aceptan normalmente como evidentes y naturales, que parece como si no se hubieran institucionalizado en un momento preciso, como si careciesen de historia. A causa de esta naturalidad adquirida, semejantes oposiciones limitan el pensamiento.

Ahora, el propio concepto de deconstrucción resulta asimilable a una metáfora arquitectónica. Se dice, con frecuencia, que desarrolla una actividad negativa. Hay algo que ha sido construido, un sistema filosófico, una tradición, una cultura, y entonces llega un deconstructor y destruye la construcción piedra a piedra, analiza la estructura y la deshace. Esto se corresponde a menudo con la verdad. Se observa un sistema platónico-hegeliano, se analiza cómo está construido, qué clave musical o que ángulo musical sostienen al edificio, y entonces uno se libera de la autoridad del sistema... Sin embargo, creo que ésta no es la esencia de la deconstrucción. No es simplemente la técnica de un arquitecto que sabe cómo deconstruir lo que se ha construido, sino que es una investigación que atañe a la propia técnica, a la autoridad de la metáfora arquitectónica y, por lo tanto, deconstituye su personal retórica arquitectónica.

La deconstrucción no es sólo -como su nombre parecería indicar- la técnica de una «construcción trastocada», puesto que es capaz de concebir, por sí misma, la idea de construcción. Se podría decir que no hay nada más arquitectónico y al mismo tiempo nada menos arquitectónico que la deconstrucción. El pensamiento arquitectónico sólo puede ser deconstructivo en este sentido: como intento de percibir aquello que establece la autoridad de la concatenación arquitectónica en la filosofía.

En este punto podemos volver a lo que vincula la deconstrucción a la escritura: su espacialidad, el pensamiento del camino, de esa apertura de una senda que va inscribiendo sus rastros sin saber a dónde llevará. Visto así, puede afirmarse que abrir un camino es una escritura que no puede atribuirse ni al hombre ni a Dios ni al animal, ya que remite a un sentido muy amplio que excede al de esta clasificación: hombre / Dios / animal. Tal escritura es en verdad laberíntica, pues carece de inicio y de fin. Se está siempre en camino. La oposición entre tiempo y espacio, entre el tiempo del discurso y el espacio de un templo o el de una casa carece de sentido. Se vive en la escritura... Escribir es un modo de habitar.


Me gustaría mencionar la forma de escribir del arquitecto. Desde la creación de la proyección ortogonal, planta, alzado y sección se han vuelto medios de representación básicos de la arquitectura, y transmiten a su vez los principios que la definen. En los planos de Palladio, Bramante o Scamozzi se puede leer el paso de una concepción del mundo teocéntrica a una concepción antropocéntrica; la forma en cruz se abre en cuadrados y rectángulos platónicos, para, finalmente, disgregarse por completo. La modernidad, por su lado, se distingue por criticar esta actitud humanística. La Maison Dom-ino de Le Corbusier es paradigmática al respecto: un tipo de construcción hecha mediante elementos prismáticos, de techos planos y grandes ventanales, articulado de un modo racional y carente de ornamentos. Una arquitectura, pues, que no representa ya al hombre, que en sí misma -como dice Peter Eisenman- se vuelve signo autorreferente... Pero una arquitectura que se explica por sí misma suministra información sobre lo que le es propio. Refleja una relación básicamente nueva entre hombre y objeto, entre casa y habitante. Una posibilidad de representar este tipo de arquitectura es la axonometría: una guía para la lectura de un edificio que no presupone su habitabilidad. Me parece que en esta reflexión de la arquitectura sobre la arquitectura se dibuja una crítica profunda sobre la perspectiva del método, inclusive filosófico, y que se puede relacionar con su deconstrucción. Si la casa, aquella que se siente como «la casa propia», se hace accesible a la imitación e inesperadamente entra en la realidad, entonces surge una nueva concepción del construir, no como realización sino como condición del pensamiento. ¿Sería pensable que la concepción del mundo teocéntrica y antropocéntrica, a la que se añade el propio «tener lugar», se transformara en una nueva, distinta red de relaciones?


Lo que se perfila en esta reflexión puede ser entendido como la apertura de la arquitectura, como el inicio de una arquitectura no representativa. En este contexto podría ser interesante recordar el hecho de que, en sus comienzos, la arquitectura no era un arte de representación, mientras que la pintura, el dibujo y la escultura siempre pueden imitar algo de cuya existencia se parte. Me gustaría recordarle de nuevo a Heidegger, y sobre todo «El origen de la obra de arte» [en Holzwege], en donde se hace referencia al Riß (trazo, hendidura). Es este un Riß que debe considerarse en un sentido original, independientemente de ciertas modificaciones como Grundriß (plano, planta), Aufriß (alzado) o Skizze (esquicio, boceto). En la arquitectura hay una imitación del Riß, del grabado, la acción de hendir. Esto hay que asociarlo con la escritura.

De aquí deriva el intento por parte de la arquitectura moderna y posmoderna de crear una forma distinta de vida, que se aparte de las antiguas convenciones, donde el proyecto no busque la dominación y el control de las comunicaciones, la economía y el transporte, etc. Está surgiendo una relación completamente nueva entre lo plano -el dibujo-, y el espacio -la arquitectura-. El problema de dicha relación ha sido siempre central.

Para hablar de la imposibilidad de una objetivación absoluta, vamos a ir desde el laberinto hasta la torre de Babel. También ahí debe conquistarse el cielo en un acto de eponimia, acto que permanece aún indisociablemente ligado a la lengua materna. Una estirpe, los semitas, cuyo nombre significa un nombre -una estirpe, pues, que se llama un nombre [Sem, su epónimo]-, quiere construir una torre para alcanzar el cielo, para -así está escrito- «lograr un nombre». Esta conquista del cielo, ese logro de un punto de observación [rosh: cabeza, jefe, inicio] significa darse un nombre; y con esta grandeza, la grandezas el nombre, de la superioridad de una metalengua, pretende dominar a las restantes estirpes, a las otras lenguas: colonizarlas. Pero Dios desciende del cielo y desbarata esta empresa pronunciando una palabra: Babel. Y dicha palabra es un nombre propio similar a una voz que significa confusión [de balal, confundir]; y con ella condena a los hombres a la multiplicidad de lenguas. Ellos deben renunciar a un proyecto de dominio mediante una lengua universal.

El hecho de que esa intervención en la arquitectura, en una construcción -y ello supone también en una deconstrucción- represente el fracaso o la limitación impuesta en un lenguaje universal para desbaratar el plan de un dominio político y lingüístico del mundo, nos informa entre otras cosas de la imposibilidad para dominar la multiplicidad de los lenguajes. Es imposible la existencia de una traducción universal. También significa que la construcción en arquitectura siempre será laberíntica. No se trata de renunciar a un punto de vista en favor de otro, que sería el único y absoluto, sino de considerar la multiplicidad de posibles puntos de vista.

Si la torre de Babel se hubiera concluido, no existiría la arquitectura. Sólo la imposibilidad de terminarla hizo posible que la arquitectura así como otros muchos lenguajes tengan una historia. Esta historia debe entenderse siempre con relación a un ser divino que es finito. Quizá una de las características de la corriente posmoderna sea tener en cuenta este fracaso. Si el movimiento moderno se distingue por el esfuerzo para conseguir el control absoluto, el movimiento posmoderno podría ser la realización o la experiencia de su final, el fin del proyecto de dominación. Entonces el movimiento posmoderno podría desarrollar una nueva relación con lo divino, que ya no se manifestaría en las formas tradicionales de las deidades griegas, cristianas u otras, sino que indicaría aún las condiciones para el pensamiento arquitectónico. Quizá el pensamiento arquitectónico no exista; pero si tuviera que haber uno, sólo se podría expresar con las dimensiones de lo elevado, lo supremo y lo sublime. Vista así, la arquitectura no es una cuestión de espacio, sino una experiencia de lo supremo que no sería superior sino, en cierto modo, más antigua que el espacio y, por tanto, es una espacialización del tiempo.


¿Podría concebirse esta especialización como una concepción posmoderna de un proceso que envuelve al sujeto en su maquinaria de modo tal que no se reconoce ya en ella? ¿Cómo puede entenderse ésta como técnica si no implica ya una conquista, una dominación?


Todo lo que hemos hablado hasta ahora reclama atención sobre el problema de la doctrina, y ésta sólo puede situarse en un contexto político. Por ejemplo, ¿cómo es posible desarrollar una nueva facultad inventiva que permita utilizar al arquitecto las posibilidades de la nueva tecnología sin, por ello, aspirar a una uniformidad, sin pretender desarrollar modelos para todo el mundo?, ¿cómo es posible una capacidad de invención de la diferencia arquitectónica, esto es, que se pueda generar un tipo nuevo de multiplicidad, con otros límites, con distintas heterogeneidades, sin reducirse a una técnica panificadora?

En el Collége International de Philosophie se ha constituido un seminario en el que trabajamos conjuntamente filósofos y arquitectos, ya que parece evidente que su programación debe ser también una empresa arquitectónica. El Collége no puede encontrar su sitio si no encuentra un lugar, una forma arquitectónica adecuada a lo que quiera ser pensado. El Collége debe ser habitable de tal modo que le distinga sustancialmente de la Universidad. Hasta ahora no existe ningún edificio para el Collége. Se toma un espacio de aquí, una sala de allá; pero, como arquitectura, el Collége no existe aún y quizá no exista nunca. Existe un deseo informe de otras formas. El deseo de un lugar nuevo, de unas galerías, unos corredores, de un nuevo modo de habitar, de pensar.

Esto es una promesa. Y si he dicho que el Collége no existe aún como arquitectura, ello significa que quizá no exista aún la comunidad necesaria para lograrla, y que por tal motivo no se establece el lugar. Una comunidad debe asumir la promesa y empeñarse hasta lograr un pensamiento arquitectónico. Se dibuja una relación nueva entre lo singular y lo múltiple, entre el original y la copia. Pensemos, por ejemplo, en China y en Japón donde los templos se construyen con madera, y se ven renovados por completo periódicamente sin que la originalidad se pierda, ya que no se mantiene por su corporeidad sensible sino por algo muy diferente. Esto también es Babel: la multiplicidad de las relaciones con el hecho arquitectónico entre una cultura y otra. Saber que hay lugar para una promesa, aunque luego no surja en su forma visible. Lugares en los que el deseo pueda reconocerse a sí mismo, en los cuales pueda habitar.


Jacques Derrida

Febrero de 1986

Filosofo y arquitectos (entrevista)

El filósofo y los arquitectos


Jacques Derrida


Entrevista de Hélène Viale, Diagonal, 73, agosto, 1988, pp. 37-39. Edición digital de Derrida en castellano.


Para los jardines temáticos del parque de La Villette, Bernard Tschumi, el arquitecto director de la obra, ha invitado a varios diseñadores: Alexandre Chemetoff, Gines Vexlard, Alain Pelissier. Ha propuesto al arquitecto Peter Eisenman y al filósofo Jacques Derrida trabajar juntos en la realización de un «jardín» sin vegetación; un jardín de piedra y de agua... Hemos pedido a éste que nos hable de su colaboración tan inusual; sobre todo en un país como Francia donde la centralización y la rigidez de las estructuras administrativas y universitarias nada favorecen los intercambios entre actividades diversas. Desde la noción de jardín hasta la de parque urbano en tanto que paisaje contemporáneo, todo está por revisar. ¿Deconstrucción?... ¿Qué ha representado para usted como filósofo ser requerido para participar en un proyecto como éste?


Al principio me sorprendió bastante. Hasta ahora no había tenido relación directa y concreta con el trabajo y la tradición de la arquitectura. Para convencerme, Tschumi me dijo que en su entorno, algunos arquitectos (y en particular Eisenman) se interesaban, por razones teóricas, por mi trabajo sobre la deconstrucción. Le resultaba estimulante intentar hacer algo para poner a prueba en cierta medida esta proximidad, esta referencia. Un poco intimidado por la proposición, creí interesante aceptar e intentarlo.


Háblenos de este encuentro, de esta colaboración con Peter Eisenman.


Coincidí con Eisenman en Nueva York, en el otoño de 1985. En ese momento, yo estaba a punto de escribir un texto sobre la khôra en el Timeo, donde Platón aborda el problema del espacio, del demiurgo arquitecto, del lugar. En griego khôra significa el lugar en general, la localidad, la población. En el texto de Platón, la palabra tiene un significado muy particular, muy complejo, al que intenté dar entonces una interpretación [cf. Khôra, 1993]. Propuse a Eisenman que leyese mi trabajo. Cuando lo vio desde una posición personal, y sin limitarse meramente a ilustrar algo ajeno, contestó a mi texto con un primer esbozo. Luego, a menudo discutimos juntos y con algunos de sus colaboradores sobre esta cuestión del lugar en Platón, de la interpretación del espacio, pero también de las cuestiones prácticas... Todo ello duró cerca de tres años. El plano y la maqueta están terminados. Ahora le corresponde a la administración de La Villette ponerlos en práctica.


En este proyecto se trató del sentido de las formas, de los valores, de las relaciones del hombre con su entorno. ¿Cuáles son las orientaciones específicas del proceso que usted ha desarrollado con el pensamiento?


Es difícil explicarlo sin volver a las premisas de mi propio trabajo y a las del trabajo de Eisenman. Para calificar rápidamente mi tarea podemos hablar de deconstrucción, es decir, de cuestionarse una tradición filosófica en lo que concierne a la relación entre la palabra y la escritura, entre espacio y tiempo, en la que la cultura filosófica occidental jerarquiza -lo que supone también una dimensión política- y da forma definitiva a sus normas y sus valores.

La palabra «deconstrucción» tiene en sí misma connotaciones arquitectónicas. Pero no consiste en destruir para que aparezca un solar desnudo, sino más bien en cuestionar las relaciones entre filosofía y arquitectura, esa metáfora arquitectónica que siempre habla de fundamentos, de arquitectura, etcétera. Desde cierto punto de vista, uno puede quizá sorprenderse al saber que tal pensamiento, tal problemática, esté siendo utilizada por los arquitectos. Pero está empleada por arquitectos como Eisenman, y ellos mismos han intentado desplazar la tradición arquitectónica.


¿También en Le Corbusier y otros más?


Le Corbusier sí. Eisenman tiene un gran respeto por Le Corbusier pero creo que intenta -y también es el movimiento de Tschumi- liberar a la arquitectura de ciertos valores de funcionalidad. La arquitectura debería en sí misma no estar tan sólo orientada ya hacia la utilidad del habitar; naturalmente lo que Eisenman construye debe ser habitable y útil, pero esos valores de habitabilidad y de utilidad no son los que dominan en última instancia la obra o el proyecto. También se trata de liberar a la arquitectura de ciertos valores de la estética. Al final no es la armonía ni la belleza quienes controlan este trabajo, lo cual no significa que el producto deba ser feo sino que, en última instancia, su meta no es estética.


Entonces, ¿qué finalidad tiene?


En cierta manera no existe esa finalidad. Hay un juego. Se trata de situar a la arquitectura en su lugar específico, es decir, en un espacio que no esté subordinado a valores, por ejemplo, utilitarios, estéticos o incluso metafísicos o religiosos. Muy a menudo la arquitectura ha estado controlada por valores religiosos, o bien organizada en torno a motivos políticos. La organización de la ciudad destinada a conmemorar la historia de los héroes se ordena en forma de jerarquía política. Tschumi y Eisenman intentan liberar a la arquitectura de todas esas metas que no son, a decir verdad, arquitectónicas, lo que no quiere decir, por lo tanto (y ahí está la trampa), que intenten restaurar una especie de pureza de la arquitectura. Al mismo tiempo, sitúan lo arquitectónico «propiamente dicho» con respecto a otras artes, a otros lenguajes: en Tschumi, con lo que puede significar una narración cinematográfica; y en Eisenman, hay constantemente un intercambio con el texto literario. Continuamente encontramos una especie de provocación recíproca entre sus proyectos llamados arquitectónicos y otros espacios de invención, digamos de creación.

Según comprendí después, lo que me interesaba en la deconstrucción podía, al mismo tiempo, interesar a los arquitectos, tanto más cuanto había insistido a menudo en que la deconstrucción no es sólo una manera nueva de leer un texto o de analizar conceptos, sino que concernía también a las instituciones, a las estructuras socio-políticas. Todos los arquitectos son gente que para trabajar cuentan con verdaderos poderes económicos y políticos. Es necesario que sus proyectos pasen por un proceso de prueba, que a menudo consiste en una prueba de fuerza, de relación con quienes deciden. En cierta manera, he comprobado que la arquitectura es la forma a la vez más difícil y más efectiva de poner a prueba la deconstrucción.


Este debate entre filosofía y arquitectura ¿participa de la seducción que usted ha podido experimentar por el trabajo de Tschumi y de Eisenman?


Absolutamente. En lo que concierne a Eisenman, aprendí a ver su trabajo de liberar a la arquitectura de su valor de presencia, de su valor del origen; él opera en lo que denomina el «scaling» -un romper la escala-, intentando liberar a la arquitectura de la escala humana, así como de la referencia antropocéntrica, de cierto humanismo, variando ese «scaling» . En el mismo conjunto arquitectónico, modifica las escalas, ya no existe una sola escala, y el hombre no es la medida de esa estructura arquitectónica.


El hombre no es la medida de la arquitectura, ¿constituye el objeto de la filosofía?


Plantear la cuestión del hombre no es simplemente establecer todo a la medida del hombre. Hay un desarreglo, una desmesura en la propia cuestión del hombre.


¿Se trata de una arquitectura que busca más allá del hombre?


No, porque existe una manera de pensar más allá del hombre que todavía permanece centrado en el hombre. No se trata tampoco de una cuestión antihumanista como se ha dicho en alguna ocasión. Se trata, a propósito del lugar del hombre, de la relación hombre-dios, etc., de plantear nuevas cuestiones sobre la manera en que la noción de hombre o el valor del humanismo se ha institucionalizado y ha regido no solamente la filosofía sino también la arquitectura. Tampoco se trata de destruirlo o de quebrarlo, sino de intentar pensar acerca de todo lo ocurrido. De pensarlo no solamente a través de especulaciones conceptuales, sino en la piedra, intentando inventar otra cosa. Esta arquitectura es una arquitectura que plantea el problema de la filosofía. Y lo plantea de otro modo que por medio de un discurso o de una especulación filosófica.


Tschumi le ha pedido un jardín sin vegetación, hecho únicamente de agua y piedra. Existe una proposición que es el pretexto, la anécdota del principio, pero también está Venecia, Canareggio, el Hospital, Le Corbusier, los mataderos de La Villette.


Esto es propiamente la parte de Eisenman. Precisamente para evitar que exista un solo origen o un solo centro, ha imaginado en su proyecto una multiplicidad de capas, de estratos que pueden parecerse a estratos de memorias. El conjunto es una especie de palimpsesto, donde capas de proyectos se superponen, sin que haya uno que sea más fundamental o más fundador que el otro. Existen tres o cuatro de esas capas: el suelo de La Villette, la estratificación de los antiguos mataderos, el proyecto de Eisenman en Venecia. También está la capa «Tschumi» ; y luego se halla la lectura de Platón... Esta relación de Platón con Eisenman es la que propone toda la metáfora, aunque no sea más que una en realidad: la del palimpsesto, la de las inscripciones superpuestas.


También existe ese título de «choral work», ¿cómo lo traduciría en francés?


Yo creía que la música debía también tener su sitio. Cuando Eisenman me propuso intervenir, no solamente por mi texto sobre la khôra, sino también de una manera más inmediatamente arquitectónica, propuse que se inscribiese en algún lugar la forma de la lira, una lira que se asemejase a una criba porque en el texto de Platón hay una criba, un tamiz con las semillas que pasan a través. Eisenman conservó la idea de la música. Ya había hablado de choral work para resaltar la khôra y para resaltar el carácter de concierto... Propuse que fuese simplemente un instrumento de metal, colocado en algún sitio. Pero él ha hecho de la estructura en todo su conjunto una especie de lira inclinada.


Esas diferentes capas, esas diferentes alusiones, esta música, están como inscritas en silencio sobre la piedra.


Son como invitaciones. No están totalmente indeterminadas, uno no puede hacer lo que quiera con ellas; aunque se debería poder hacer mucho más según la imaginación de cada cual.

Uno de los motivos principales de este trabajo de encargo es que este sitio debería ser, en tanto que jardín, no sólo un lugar de paseo que los visitantes puedan cruzarlo sino también un lugar de experiencia, no únicamente como visita estética o de paseo, sino de participación, de intervención por parte del lector-visitante-colaborador. Por lo tanto había que pensar en el paso, en el paseo del visitante, ¿por dónde va a pasar?, ¿qué le invita a hacerlo?; y también, ¿qué es lo que le deja libertad para hacerlo?

Ahí existe una estructura muy complicada. El «visitante» pasa por abajo, ve el otro lado, no se sabe lo que está encima o debajo. Cuando hace un momento le comentaba que no existen fundamentos en el sentido de una capa inferior, significa que el visitante lo ve también desde abajo, pasa por debajo y en un momento determinado, puede ver lo que hay debajo, lo que convierte en más incierto la oposición entre arriba y abajo.


Este jardín está en un parque, un parque urbano. Dejando al margen su participación, ¿qué piensa que puede ser, que debe ser un parque, paisaje urbano, hoy y mañana?


No puedo contestar. No puedo responder de forma abstracta.

Me atrevería a decir que la respuesta ha de ser tan específica cada vez que ni siquiera se puede contestar de la misma manera en Nueva York, para un cierto momento de la historia, en París, para otro diferente, en tal lugar de París o cualquier otro...

Creo que la propia idea de modelo único me parece peligrosa. Propondría esto como una especie de principio general. La catástrofe sería un modelo dominante que intentáramos imponer por doquier, cualquiera que fuesen los contextos urbanos, los contextos políticos.

La idea de parque siempre está por reinventar. Como usted sabe, lo que se llama deconstrucción es una forma de no apegarse a tradición alguna... No sé muy bien lo que es un parque. ¿Qué es un parque?, ¿una ciudad? No se trata de cuestiones filosóficas abstractas. Hablar de un parque urbano, es aún más problemático. Pediría volver a revisarlo todo.


Jacques Derrida

1988

jueves, 31 de marzo de 2011

Elegía para un lote baldío


Elegía para un lote Baldío.
Rem Koolhaas, S M L XL Pp. 936-939. Traducido por Consuelo Farías-van Rosmalen
La permanencia de incluso el detalle más frívolo de arquitectura y la inestabilidad de la metrópoli son incompatibles.
En este conflicto la metrópoli es, por definición, la victoriosa; en su penetrante realidad la arquitectura es reducida a estatus de juguete, tolerada como decoración para las ilusiones de la historia y de la memoria.
En Manhattan esta paradoja es resuelta de manera brillante: a través del desarrollo de una arquitectura mutante que combina el aura de monumentalidad con el desempeño de la inestabilidad. Sus interiores alojan composiciones de programa y actividad que cambia constantemente e independientemente uno de la otra sin afectar lo que es llamado, con profundidad accidental, la envolvente.
El genius de Manhattan es la simplicidad de este divorcio entre apariencia y desempeño: mantiene la ilusión de la arquitectura intacta, mientras se rinde de todo corazón a las necesidades de la metrópoli. Esta arquitectura se relaciona con las fuerzas de la Groszstad [Gran ciudad] como los surfeadores con las olas.
En los años setenta, los arquitectos se revolcaron, por el contrario, en fantasías de control.
Viendo hacia atrás en la historia ellos redescubrieron no solamente viejas formas, una nueva erudición capturada en la primera página del libro de historia –puerta, columna, arquitrabe, dovela- sino también los síntomas de un poder y un estatus anterior –los ejes sin fin, las simetrías impresionantes, las vastas composiciones.
¿No fue todo esto trabajo de los arquitectos?
Inflada con sueños nostálgicos de omnipotencia, con su conciencia tan enriquecida como desgastada por una concentración exclusiva sobre la forma, la profesión encaró el final del siglo XX con un ánimo de confianza.
Ilustraciones ambiguas de este hecho fueron las series de grandes concursos (tumbas masivas sin lápida sepulcral: nunca una sola profesión ha sido tan desvergonzadamente drenada de energía y dinero como la arquitectura en los pasados 15 años), cada uno el comienzo potencial de una marcha triunfal hacia una nueva clase de ciudad, una nueva urbanidad.
En el primer concurso de La Villette (1976), los arquitectos eran libres de proponer un nuevo quartier [barrio] completo–un fragmento de la nueva y más humana ciudad del futuro. Ofrecida la oportunidad de imaginar un episodio ideal de la vida de fines del siglo XX, lanzándose en plein vitesse [a plena velocidad] hacia el tercer milenio, ellos propusieron, finalmente, un ambiente adecuado para sopladores de vidrio y herradores manejando Citroëns de la preguerra.
Más adelante -medio envalentonados ¿por qué?- este llamado a las armas para la reconstrucción de la ciudad europea se volvió aún más arrogante y dogmático en la militancia de sus declaraciones. ¡Vergüenza para todos aquellos que firmaron la declaración de Palermo!
Mientras tanto, la imaginación de OMA –rigurosamente fuera de sincronización-, era consumida por las preocupaciones gemelas: el programa (simple interés en lo que sucede), el cual parecía el proyecto no realizado de una banda marginal de arquitectura moderna; y el fenómeno de Manhattan, el cual parecía, en muchas formas, su materialización casual. Una combinación podía definir una relación plausible de arquitectura, modernidad, y metrópoli (su hogar base).
El segundo concurso de La Villette (1982) parecía ofrecer los ingredientes para una investigación completa del potencial para una Cultura de Congestión Europea. Aquí estaba la condición metropolitana par excellence [por excelencia] de Europa: un terreno vacante entre la ciudad histórica –en sí mismo deshonrado por las necesidades voraces del siglo XX- y el plankton de los banlieue [suburbios]; sobre él, dos pedazos de historia abandonados como naves espaciales. Fue una de esas insignificancias de potencial infinito todavía que en este caso pudo ser preservada ya que su programa no pudo ser expresado en forma, un programa que insistía en su propia inestabilidad.
Si la esencia de Delirious New York era el corte del Downtown Athletic Club [Club Atlético del Centro] –un turbulento apilamiento de vida metropolitana en configuraciones siempre-cambiantes; una máquina que ofreció redención a través de un exceso de hedonismo; un convencional, incluso aburrido, rascacielos; un programa tan atrevido como nunca se imaginó en este siglo- La Villette podía ser más radical por medio de suprimir el aspecto tridimensional casi completamente y proponer puro programa en su lugar, liberado de cualquier contención.
En esta analogía, las franjas a través del sitio eran como pisos de la torre, cada programa diferente y autónomo, pero modificado y “contaminado” por medio de la proximidad de todos los otros. Su existencia era tan inestable como cualquier régimen quisiera hacerlos. La única “estabilidad” era ofrecida por los elementos naturales –las filas de árboles y el bosque circular- cuya inestabilidad estaba asegurada simplemente a través del crecimiento.
Lo que La Villette finalmente sugirió fue la pura explotación de la condición metropolitana: densidad sin arquitectura, una cultura de congestión “invisible”.
1985.

¿qué pudo pasarle al urbanismo?

¿QUÉ PUDO HABERLE PASADO AL URBANISMO?

Rem Koolhaas. S,M,L,XL pg. 959. Traducido por Consuelo Farías-van Rosmalen


Este siglo ha sido una batalla perdida con el tema de la cantidad.

A pesar de su promesa temprana, su frecuente ostentación, el urbanismo ha sido incapaz de inventar e implementar a la escala demandada por sus demográficos apocalípticos. En 20 años, Lagos [Nigeria] ha crecido de 2 a 7 a 12 a 15 millones; Estambul se ha duplicado de 2 a 12. China se prepara para multiplicaciones aún más asombrosas.

¿Cómo explicar la paradoja de que el urbanismo, como una profesión, ha desaparecido en el momento en que la urbanización en todos lados -después de décadas de constante aceleración- está e punto de establecer un definitivo, “triunfo” global de la condición urbana?

La promesa de los alquimistas del modernismo -de transformar cantidad en calidad a través de la abstracción y la repetición- ha sido un fracaso, un engaño: magia que no funcionó. Sus ideas, estéticas, estrategias están acabadas. Juntos, todos los intentos de hacer un nuevo comienzo sólo han desacreditado la idea de un nuevo comienzo. Una vergüenza colectiva en el despertar de este fiasco que ha dejado un cráter masivo en nuestro entendimiento de la modernidad y la modernización.

Lo que hace a esta experiencia desconcertante y (para los arquitectos) humillante es la persistencia desafiante y el vigor aparente de la ciudad, a pesar del fracaso colectivo de todas las agencias que actúan en ella o tratan de influenciarla -creativamente, logísticamente, políticamente.

Los profesionales de la ciudad son como jugadores de ajedrez que perdieron de las computadoras. Un piloto automático perverso constantemente más listo que todos los intentos de capturar la ciudad, agota todas las ambiciones de su definición, ridiculiza las afirmaciones más apasionadas de su fracaso presente e imposibilidad futura, guiándolas implacablemente más lejos en su vuelo hacia adelante. Cada desastre predicho es de alguna manera absorbido bajo el cobijo infinito de lo urbano.

Lo mismo que la apoteosis de la urbanización es evidentemente obvia y matemáticamente inevitable, una cadena de retaguardia, acciones y posiciones escapistas posponen el momento final del arreglo de cuentas de las dos profesiones anteriormente más implicadas en hacer ciudades -arquitectura y urbanismo. La urbanización penetrante ha modificado la condición urbana misma más allá de su reconocimiento. “La” ciudad ya no existe. Como el concepto de ciudad está distorsionado y estirado más allá de ningún precedente, cada insistencia en su condición primordial -en términos de imágenes, reglas, fabricación- irrevocablemente lleva vía la nostalgia a la irrelevancia.

Para los urbanistas, el redescubrimiento tardío de las virtudes de la ciudad clásica en el momento de su imposibilidad definitiva puede haber sido el punto de no regreso, momento fatal de desconexión, de descalificación. Ahora hay especialistas en dolor fantasma: doctores discutiendo los intrincamientos médicos de un miembro amputado.

La transición de una posición anterior a una estación reducida de relativa humildad es difícil de ejecutar.

El descontento de la ciudad contemporánea no ha llevado al desarrollo de una alternativa creíble; ha, por el contrario, inspirado solamente formas más refinadas de articular el descontento. Una profesión puede persistir en sus fantasías, su ideología, su pretensión, sus ilusiones de involucramiento y control, y es por tanto incapaz de concebir nuevas modestias, intervenciones parciales, realineamientos estratégicos, posiciones comprometidas que puedan influir, redirigir, triunfar en términos limitados, reagrupar, empezar de lo raspado incluso, pero nunca restablecerá el control.

Debido a que la generación de Mayo ‘68 -la generación más grande que fue jamás, atrapada en el “narcisismo colectivo de una burbuja demográfica”- está ahora finalmente en el poder, se está arriesgando a pensar que es responsable por la muerte del urbanismo -el estado de las cosas en el cual las ciudades ya no pueden ser hechas- paradójicamente porque ella redescubrió y reinventó la ciudad.

Sous le pavé, la plage [bajo el pavimento, la playa]: inicialmente, Mayo ‘68 lanzó la idea de un nuevo comienzo para la ciudad. Desde entonces, hemos estado comprometidos en dos operaciones paralelas: documentar nuestro abrumador temor reverente por la ciudad existente, desarrollando filosofías, proyectos, prototipos para una ciudad preservada y reconstituida y, al mismo tiempo, burlarnos del campo profesional del urbanismo fuera de existencia, desmantelándolo en nuestro desdén por aquellos que planearon (e hicieron enormes errores de planeación urbana) aeropuertos, Nuevos Poblados, ciudades satélite, súper carreteras, edificios de gran altura, infraestructuras, y toda la demás lluvia radioactiva de la modernización. Después de sabotear al urbanismo, lo hemos ridiculizado, hasta el punto en que departamentos enteros de universidades están cerrados, oficinas en bancarrota, burocracias despedidas o privatizadas. Nuestra “mundanería” esconde síntomas graves de cobardía centrada en la simple cuestión de tomar posiciones -tal vez la acción más básica en hacer la ciudad. Somos simultáneamente dogmáticos y evasivos. Nuestra sabiduría amalgamada puede ser fácilmente caricaturizada: según Derridá nosotros no podemos ser el Todo, según Baudrillard nosotros no podemos ser Reales, según Virilio no podemos estar Ahí. “Exiliados al Mundo Virtual”: argumento para una película de horror.

Nuestra presente relación con la “crisis” de la ciudad es profundamente ambigua: aún culpamos a otros de una situación por la cual tanto nuestra incurable idea utópica como nuestro desdén son responsables. A través de nuestra relación hipócrita con el poder -desdeñosa aunque ambiciosa- desmantelamos una disciplina entera, nos cortamos de lo operacional y condenamos a poblaciones enteras a la imposibilidad de codificar civilizaciones en sus territorios -el tema del urbanismo.

Ahora nos quedamos con un mundo sin urbanismo, solamente arquitectura, siempre más arquitectura. La destreza de la arquitectura es su seducción; define, excluye, limita, separa del “resto” -pero también consume. Explota y agota los potenciales que pueden ser generados finalmente sólo por el urbanismo, y que sólo la imaginación específica del urbanismo puede inventar y renovar.

La muerte del urbanismo -nuestro refugio en la seguridad parasitaria de la arquitectura- crea un desastre inminente: más y más sustancia está injertada en raíces hambrientas.

En nuestros momentos más tolerantes, nos hemos rendido a la estética del caos –“nuestro” caos. Pero en el sentido técnico caos es lo que pasa cuando nada pasa, no algo que puede ser construido o comprendido; es algo que se infiltra; no puede ser fabricado. La única relación legítima que los arquitectos pueden tener con el tema del caos es tomar su justo lugar en el ejército de aquellos devotos a resistirlo, y fallar.

Si es que va a haber un “nuevo urbanismo” este no estará basado en las fantasías gemelas de orden y omnipotencia; será el andamiaje de la incertidumbre; ya no estará interesado en el arreglo de objetos más o menos permanentes sino con la irrigación de territorios con potencial; ya no ambicionará configuraciones estables sino la creación de campos habilitados que alojen procesos que rehúsen ser cristalizados en una forma definitiva; ; ya no será más sobre definiciones meticulosas, imposición de límites, sino acerca de nociones expansibles, fronteras contradichas, no acerca de separar e identificar entidades, sino acerca de descubrir híbridos innombrables; ya no estará obsesionado con la ciudad sino con la manipulación de infraestructura para interminables intensificaciones y diversificaciones, atajos y redistribuciones -la reinvención del espacio psicológico. Ya que lo urbano es ahora penetrante, el urbanismo nunca volverá a ser sobre lo “nuevo”, sólo acerca de lo “más” y de lo “modificado”. Ya no será acerca de lo civilizado, sino acerca de lo subdesarrollado. Desde que está fuera de control, lo urbano está a punto de convertirse en un vector mayor de la imaginación. Redefinido, el urbanismo no sólo, o en su mayor parte, será una profesión, sino una forma de pensar, una ideología: aceptar lo que existe. Estábamos haciendo castillos de arena. Ahora nadamos en el mar que los desbarató.

Para sobrevivir, el urbanismo tendrá que imaginarse una nueva novedad. Liberado de sus deberes atávicos, el urbanismo redefinido como una manera de operar en lo inevitable atacará a la Arquitectura, invadirá sus trincheras, la sacará de sus bastiones, socavará sus certezas, explotará sus límites, ridiculizará sus preocupaciones con materia y sustancia, destruirá sus tradiciones, descubrirá a sus profesionales.

El aparente fracaso de lo urbano ofrece una oportunidad excepcional, un pretexto para la frivolidad Nietzscheana. Debemos imaginarnos 1,001 otros conceptos de ciudad; debemos tomar riesgos insanos [locos]; tenemos que atrevernos a ser totalmente incondicionales; tenemos que tragar profundamente y otorgar el perdón a diestra y siniestra. La certeza del fracaso tiene que ser nuestro gas / oxígeno hilarante; la modernización nuestra droga más potente. Ya que no somos responsables, nos tenemos que volver irresponsables. En un paisaje de creciente conveniencia y temporalidad, el urbanismo ya no es o ya no tiene que ser la más solemne de nuestras decisiones; el urbanismo puede aligerarse, volverse una Gaya Ciencia - Urbanismo Lite.

¿Qué ocurriría si simplemente declaramos que no hay crisis -redefinimos nuestra relación con la ciudad no como sus hacedores sino como sus meros sujetos, como sus partidarios?

Más que nunca, la ciudad es todo lo que tenemos. 1994.

lectura Bigness. Rem Koolhaas

BIGNESS, O EL PROBLEMA DE LO GRANDE

Manifiesto, 1994.


Ensayo Bigness or the problem of Large, del libro de: Koolhaas, Rem y Bruce Mau, SMLXL, OMA, The Monacelli

Press, Nueva York, 1995. Traducción de Consuelo Farías-van Rosmalen, pp. 494-517.




Más allá de cierta escala, la arquitectura adquiere las propiedades de Bigness. La mejor razón para introducir la Bigness es la dada por los alpinistas del Monte Everest: “porque está allí.” La Bigness es arquitectura fundamental.

Parece increíble que el tamaño de un solo edificio formule un programa ideológico, independientemente del deseo de sus arquitectos.

De todas las categorías posibles, la Bigness no parece merecer un manifiesto; desacreditado como un problema intelectual, aparentemente está en vías de extinción -como el dinosaurioa través de la torpeza, lentitud, inflexibilidad, dificultad. Pero de hecho, solo la Bigness instiga el régimen de complejidad que moviliza la inteligencia plena de la arquitectura y sus campos relacionados.

Hace cien años, una generación de descubrimientos conceptuales y tecnologías de soporte desencadenaron una Big Bang [Explosión Gigantesca] arquitectónica. Por hacer las circulaciones al azar, poner distancias en corto circuito, hacer interiores artificiales, reducir

masa, estrechar dimensiones y acelerar la construcción, el elevador, la electricidad, el aire acondicionado, el acero, y finalmente, las nuevas infraestructuras formaron un racimo de mutaciones que indujeron otras especies de arquitectura. Los efectos combinados de esas

invenciones fueron estructuras más altas y más profundas -Bigger [Más grandes]- de las que nunca antes fueron concebidas, con un potencial paralelo para la reorganización del mundo social -una programación sumamente rica.



Teoremas


Abastecida inicialmente por la irreflexiva energía de lo puramente cuantitativo la Bigness ha sido, por casi un siglo, una condición casi sin pensadores, una revolución sin programa. Delirious New York implicó una “Teoría de la Bigness” latente basada en cinco teoremas.


1. Más allá de cierta masa crítica, un edificio se convierte en un Edificio Grande [Big]. Una masa tal no puede ya ser controlada por una sola presencia arquitectónica, o incluso por ninguna combinación de presencias arquitectónicas. Esta imposibilidad dispara la autonomía de sus partes, pero esto no es lo mismo que fragmentación: las partes permanecen sometidas a la totalidad.


2. El elevador -con su potencial para establecer conexiones mecánicas antes que arquitectónicas y su familia de inventos relacionados no producen ningún efecto en el repertorio clásico de arquitectura. Los problemas de composición, escala, proporción, detalle, ahora son discutibles.

El “arte” de la arquitectura es inútil en la Bigness.


3. En la Bigness, la distancia entre el núcleo y la envolvente se incrementa hasta el punto en que la fachada ya no puede revelar lo que pasa en el interior. La expectativa humanista de “honestidad” está sentenciada: la arquitectura interior y exterior se vuelven proyectos

separados, uno tratando con la inestabilidad de las necesidades programáticas e iconográficas, el otro -agente de desinformación- ofreciendo a la ciudad la estabilidad aparente de un objeto.

Donde la arquitectura revela, la Bigness confunde; la Bigness transforma la ciudad de una suma de certezas en una acumulación de misterios. Lo que se ve ya no es lo que se obtiene.


4. A través solo del tamaño, tales edificios entran en un dominio amoral, más allá del bien y del mal.

Su impacto es independiente de su calidad.


5. Juntas, todas esas rupturas -con la escala, con la composición arquitectónica, con la tradición, con la transparencia, con la ética- implican el final, la ruptura más radical: la Bigness ya no es parte de ningún tejido urbano.

Ésta existe, a lo mucho, coexiste.

Su subtexto es joder el contexto.



Modernización


En 1978, la Bigness parecía un fenómeno del y para (el) Nuevo(s) Mundo(s). Pero en la segunda de los ochenta, se multiplicaron los signos de una nueva ola de modernización que absorbería -en una forma más o menos camuflada- al Viejo Mundo, provocando episodios de un nuevo comienzo incluso en el continente “terminado”. Contra los antecedentes de Europa, el impacto de la Bigness nos forzó a hacer lo que estaba implícito en Delirious New York explícito en nuestro trabajo.

La Bigness se volvió una polémica doble confrontando intentos anteriores en la integración y concentración y doctrinas contemporáneas que cuestionan la posibilidad del Todo y de lo Real como categorías viables y se resignan ellas mismas al presuntamente inevitable desmontaje y disolución de la arquitectura.

Los europeos han sobrepasado la amenaza de la Bigness por medio de especularla más allá del punto de aplicación. Su contribución ha sido el “regalo” de la megaestructura, una clase de abraza-todo, de permite-todo el soporte técnico que últimamente cuestionó el estatus del

edificio individual: una muy segura Bigness, sus verdaderas implicaciones excluyendo su implementación. El urbanisme spatiale de Yona Friedman (1958) fue emblemático: la Bigness flota sobre París como una manta metálica de nubes, prometiendo un ilimitado pero

desenfocado potencial de renovación de “todo”, pero nunca aterriza, nunca confronta, nunca clama su justo lugar -la crítica como decoración.

En 1972, Beauborg -Deván Platónico- ha propuesto espacios donde “cualquier” cosa era posible. La flexibilidad resultante fue desenmascarada como la imposición de un promedio teórico a costa del carácter y la precisión -entidad a precio de identidad. Perversamente, su clara demostración impidió la neutralidad genuina realizada sin esfuerzo en el rascacielos [norte]americano.

Tan marcada estaba la generación de mayo del 68, mi generación -supremamente inteligente, bien informada, correctamente traumatizada por cataclismos seleccionados, franca en sus prestamos de otras disciplinas- por el fracaso de este y otros modelos similares de densidad e integración -por su sistemática insensibilidad sobre el particular -que propuso dos grandes líneas de defensa: desmantelamiento y desaparición.

En la primera, el mundo está descompuesto en incompatibles fractales de unicidad, cada uno un pretexto para posteriores desintegraciones del todo: un paroxismo de fragmentación que vuelve a lo particular en un sistema. Detrás de esta falla de programa según las partículas funcionales más pequeñas aparece la perversamente inconsciente revancha de la vieja doctrina la-forma-sigue-a-la-función que lleva al contenido del proyecto -tras fuegos artificiales de sofisticación intelectual y formal- inexorablemente hacia el anticlímax del diafragma, doblemente decepcionante desde que su estética sugiere la rica orquestación del caos. En este paisaje de desmembramiento y falso desorden, cada actividad es puesta en su lugar.

Las hibridizaciones/proximidades/fricciones/traslapes/sobreposiciones programáticas que son posibles en la Bigness -de hecho, el aparato entero de montage inventado a comienzos del siglo para organizar las relaciones entre partes independientes- están siendo deshechas por

una sección de la presente vanguardia en composiciones de pedantería y rigidez casi irrisorias, tras una aparente ferocidad.

La segunda estrategia, desaparición, trasciende a la cuestión de la Bigness -de presencia masiva- a través de un compromiso abierto con la simulación, virtualidad, inexistencia. Un parchado de argumentos pepenado [de la basura] desde los sesenta por sociólogos, ideólogos, filósofos [norte]americanos, intelectuales franceses, cibermísticos, etc., sugieren que la arquitectura será el primer “sólido que se derrita en aire” a través de los efectos combinados de tendencias demográficas, electrónicos, media, velocidad, la economía, ocio, la muerte de Dios, el libro, el teléfono, el fax, afluencia, democracia, el fin del Gran Cuento....

Apoderándose de la desaparición actual de la arquitectura, esta vanguardia está experimentando con virtualidad real o simulada, reclamando, en nombre de la modestia, su anterior omnipotencia en el mundo de la realidad virtual (¿dónde el fascismo puede ser perseguido con impunidad?)



Máximo


Paradójicamente, el todo y lo real cesaron de existir como posibles empresas para el arquitecto exactamente en el momento donde el acercamiento del fin del segundo milenio vio un resuelto apresuramiento hacia la reorganización, consolidación, expansión, un clamor por

la mega escala. De otra manera comprometida, una profesión entera era incapaz, finalmente, de explotar eventos sociales y económicos dramáticos que, si son confrontados, podrían restaurar su credibilidad.

La ausencia de una teoría de la Bigness -¿qué es lo que la arquitectura máxima puede hacer?- es la debilidad más extenuante de la arquitectura. Sin una teoría de la Bigness, los arquitectos están la posición de los creadores de Frankenstein: instigadores de un

experimento parcialmente exitoso cuyos resultados corren frenéticamente y están por eso desacreditados.

Porque no hay teoría de la Bigness no sabemos que hacer con ella, no sabemos donde ponerla, no sabemos cuando usarla, no sabemos como planearla. Los grandes errores son nuestra única conexión con la Bigness. Pero a pesar de su nombre mudo, la Bigness es un dominio teórico en este fin de siècle: en un panorama de desorden, desensamblaje, disociación , desautorización, la atracción de la Bigness es su potencial para reconstruir el Todo, resucitar lo Real, reinventar lo colectivo, reclamar la posibilidad máxima.

Sólo a través de la Bigness puede la arquitectura disociarse de los agotados movimientos artísticos/ideológicos del modernismo y formalismo para recuperar su medio como vehículo de modernización.

La Bigness reconoce que la arquitectura como la conocemos está en dificultades, pero no se sobre compensa a través de regurgitaciones de aún más arquitectura. Propone una nueva economía en la que ya no “todo es arquitectura,” sino en la cual una posición estratégica es

recuperada a través de retraimiento y concentración, cediendo el resto de un disputado territorio a las fuerzas enemigas.



Principio


La Bigness destruye, pero es también un nuevo principio. Puede reensamblar lo que rompe. Una paradoja de la Bigness es que a pesar de los cálculos que lleva en su planeación -de hecho, a través de sus meras rigideces- es esa única arquitectura que construye lo impredecible. En lugar de reforzar la coexistencia, la Bigness depende de regímenes de libertades, el ensamblaje de diferencias máximas.

Sólo la Bigness puede dar sustancia a una proliferación promiscua de eventos en un sólo contenedor. Desarrolla estrategias para organizar tanto su independencia como su interdependencia dentro de una entidad más grande en una simbiosis que exacerba más que compromete la especificidad.

A través de la contaminación más que de la pureza y de la cantidad más que de la calidad, sólo la Bigness puede soportar genuinamente nuevas relaciones entre entidades funcionales que expanden más que limitan sus identidades. La artificialidad y complejidad de la Bigness

libera a la forma de su armadura defensiva para permitir una especie de licuefacción; los elementos programáticos reaccionan unos con otros para crear nuevos eventos -la Bigness regresa a un modelo de alquimia programática.

A primera vista, las actividades acumuladas en la estructura de Bigness demandan interactuar, pero la Bigness también las mantiene aparte. Como varas de plutonio que, más o menos sumergidas, desaniman o promueven una reacción nuclear, la Bigness regula las

intensidades de coexistencia programática. Aunque la Bigness es un plano de intensidad perpetua, también ofrece grados de serenidad e

incluso de blandura. Es simplemente imposible animar toda su masa con intención. Su vastedad agota la necesidad compulsiva de la arquitectura de decidir y determinar. Algunas zonas serán olvidadas, libres de arquitectura.



Equipo


La Bigness está donde la arquitectura se convierte en más y menos arquitectónica: más debido a la enormidad del objeto; menos a través de la pérdida de autonomía -se vuelve instrumento de otras fuerzas, depende. La Bigness es impersonal: el arquitecto ya no está condenado al estrellato. Aún cuando la Bigness entra en la estratosfera de la ambición arquitectónica -la frialdad pura de la megalomanía- puede ser lograda solamente al precio de ceder el control, de transformación mágica. Implica una red de cordones umbilicales hacia otras disciplinas cuya ejecución es tan crítica como la del arquitecto: como alpinistas amarrados juntos por cuerdas salvavidas, los hacedores de Bigness son un equipo (una palabra no mencionada en los últimos 40 años de polémica arquitectónica). Más allá de la firma, la Bigness significa rendición a las tecnologías; a los ingenieros, contratistas, fabricantes; a los políticos; a otros. Le promete a la arquitectura una especie de

estatus post heroico -una realineación con la neutralidad.



Bastión


Si la Bigness transforma la arquitectura, su acumulación genera una nueva clase de ciudad. El exterior de la ciudad ya no es un teatro colectivo donde eso sucede; ya no queda un eso colectivo. La calle se ha vuelto un residuo, un recurso organizativo, un mero segmento del

plano continuo metropolitano, donde los remanentes del pasado encaran los equipos de lo nuevo en un empate incómodo. La Bigness puede existir en cualquier lugar de ese plano. No sólo es incapaz la Bigness de establecer relaciones con la ciudad clásica -a lo sumo, coexistepero en la cantidad y complejidad de las facilidades que ofrece, es en sí misma urbana.

La Bigness ya no necesita a la ciudad: compite con la ciudad; representa a la ciudad; se apropia en forma exclusiva de la ciudad; o mejor aún, es la ciudad. Si el urbanismo genera potencial y la arquitectura lo explota, la Bigness enlista la generosidad del urbanismo contra

la mezquindad de la arquitectura. Bigness = Urbanismo vs. Arquitectura.

La Bigness, a través de su independencia de contexto, es la única arquitectura que puede sobrevivir, incluso explotar, la ahora condición global de tabula rasa: no toma su inspiración de supuestos muy frecuentemente exprimidos hasta la última gota de significado; gravita

oportunistamente en locaciones de máxima promesa infraestructural; es, finalmente, su propia raison d’être. A pesar de su tamaño, es modesta. No toda la arquitectura, no todos los programas, no todos los eventos serán tragados por la Bigness. Hay muchas “necesidades” demasiado desenfocadas, demasiado débiles, demasiado irrespetuosas, demasiado desafiantes, demasiado secretas, demasiado subversivas, demasiado vagas, demasiado “nada” para ser parte de la constelación de la Bigness.

La Bigness es el último bastión de la arquitectura -una contracción, una hiper-arquitectura. Los contenedores de la Bigness serán hitos en un paisaje post-arquitectónico -un mundo rascado de arquitectura en la manera en que las pinturas de Richter [Gerhard Richter, pintura

abstracta 726 (detalle), 1990] están rascadas de pintura: inflexible, inmutable, definitiva, por siempre ahí, generada a través de un esfuerzo sobrehumano. La Bigness entrega el campo a la arquitectura de después.


1994.