jueves, 31 de marzo de 2011

Elegía para un lote baldío


Elegía para un lote Baldío.
Rem Koolhaas, S M L XL Pp. 936-939. Traducido por Consuelo Farías-van Rosmalen
La permanencia de incluso el detalle más frívolo de arquitectura y la inestabilidad de la metrópoli son incompatibles.
En este conflicto la metrópoli es, por definición, la victoriosa; en su penetrante realidad la arquitectura es reducida a estatus de juguete, tolerada como decoración para las ilusiones de la historia y de la memoria.
En Manhattan esta paradoja es resuelta de manera brillante: a través del desarrollo de una arquitectura mutante que combina el aura de monumentalidad con el desempeño de la inestabilidad. Sus interiores alojan composiciones de programa y actividad que cambia constantemente e independientemente uno de la otra sin afectar lo que es llamado, con profundidad accidental, la envolvente.
El genius de Manhattan es la simplicidad de este divorcio entre apariencia y desempeño: mantiene la ilusión de la arquitectura intacta, mientras se rinde de todo corazón a las necesidades de la metrópoli. Esta arquitectura se relaciona con las fuerzas de la Groszstad [Gran ciudad] como los surfeadores con las olas.
En los años setenta, los arquitectos se revolcaron, por el contrario, en fantasías de control.
Viendo hacia atrás en la historia ellos redescubrieron no solamente viejas formas, una nueva erudición capturada en la primera página del libro de historia –puerta, columna, arquitrabe, dovela- sino también los síntomas de un poder y un estatus anterior –los ejes sin fin, las simetrías impresionantes, las vastas composiciones.
¿No fue todo esto trabajo de los arquitectos?
Inflada con sueños nostálgicos de omnipotencia, con su conciencia tan enriquecida como desgastada por una concentración exclusiva sobre la forma, la profesión encaró el final del siglo XX con un ánimo de confianza.
Ilustraciones ambiguas de este hecho fueron las series de grandes concursos (tumbas masivas sin lápida sepulcral: nunca una sola profesión ha sido tan desvergonzadamente drenada de energía y dinero como la arquitectura en los pasados 15 años), cada uno el comienzo potencial de una marcha triunfal hacia una nueva clase de ciudad, una nueva urbanidad.
En el primer concurso de La Villette (1976), los arquitectos eran libres de proponer un nuevo quartier [barrio] completo–un fragmento de la nueva y más humana ciudad del futuro. Ofrecida la oportunidad de imaginar un episodio ideal de la vida de fines del siglo XX, lanzándose en plein vitesse [a plena velocidad] hacia el tercer milenio, ellos propusieron, finalmente, un ambiente adecuado para sopladores de vidrio y herradores manejando Citroëns de la preguerra.
Más adelante -medio envalentonados ¿por qué?- este llamado a las armas para la reconstrucción de la ciudad europea se volvió aún más arrogante y dogmático en la militancia de sus declaraciones. ¡Vergüenza para todos aquellos que firmaron la declaración de Palermo!
Mientras tanto, la imaginación de OMA –rigurosamente fuera de sincronización-, era consumida por las preocupaciones gemelas: el programa (simple interés en lo que sucede), el cual parecía el proyecto no realizado de una banda marginal de arquitectura moderna; y el fenómeno de Manhattan, el cual parecía, en muchas formas, su materialización casual. Una combinación podía definir una relación plausible de arquitectura, modernidad, y metrópoli (su hogar base).
El segundo concurso de La Villette (1982) parecía ofrecer los ingredientes para una investigación completa del potencial para una Cultura de Congestión Europea. Aquí estaba la condición metropolitana par excellence [por excelencia] de Europa: un terreno vacante entre la ciudad histórica –en sí mismo deshonrado por las necesidades voraces del siglo XX- y el plankton de los banlieue [suburbios]; sobre él, dos pedazos de historia abandonados como naves espaciales. Fue una de esas insignificancias de potencial infinito todavía que en este caso pudo ser preservada ya que su programa no pudo ser expresado en forma, un programa que insistía en su propia inestabilidad.
Si la esencia de Delirious New York era el corte del Downtown Athletic Club [Club Atlético del Centro] –un turbulento apilamiento de vida metropolitana en configuraciones siempre-cambiantes; una máquina que ofreció redención a través de un exceso de hedonismo; un convencional, incluso aburrido, rascacielos; un programa tan atrevido como nunca se imaginó en este siglo- La Villette podía ser más radical por medio de suprimir el aspecto tridimensional casi completamente y proponer puro programa en su lugar, liberado de cualquier contención.
En esta analogía, las franjas a través del sitio eran como pisos de la torre, cada programa diferente y autónomo, pero modificado y “contaminado” por medio de la proximidad de todos los otros. Su existencia era tan inestable como cualquier régimen quisiera hacerlos. La única “estabilidad” era ofrecida por los elementos naturales –las filas de árboles y el bosque circular- cuya inestabilidad estaba asegurada simplemente a través del crecimiento.
Lo que La Villette finalmente sugirió fue la pura explotación de la condición metropolitana: densidad sin arquitectura, una cultura de congestión “invisible”.
1985.

¿qué pudo pasarle al urbanismo?

¿QUÉ PUDO HABERLE PASADO AL URBANISMO?

Rem Koolhaas. S,M,L,XL pg. 959. Traducido por Consuelo Farías-van Rosmalen


Este siglo ha sido una batalla perdida con el tema de la cantidad.

A pesar de su promesa temprana, su frecuente ostentación, el urbanismo ha sido incapaz de inventar e implementar a la escala demandada por sus demográficos apocalípticos. En 20 años, Lagos [Nigeria] ha crecido de 2 a 7 a 12 a 15 millones; Estambul se ha duplicado de 2 a 12. China se prepara para multiplicaciones aún más asombrosas.

¿Cómo explicar la paradoja de que el urbanismo, como una profesión, ha desaparecido en el momento en que la urbanización en todos lados -después de décadas de constante aceleración- está e punto de establecer un definitivo, “triunfo” global de la condición urbana?

La promesa de los alquimistas del modernismo -de transformar cantidad en calidad a través de la abstracción y la repetición- ha sido un fracaso, un engaño: magia que no funcionó. Sus ideas, estéticas, estrategias están acabadas. Juntos, todos los intentos de hacer un nuevo comienzo sólo han desacreditado la idea de un nuevo comienzo. Una vergüenza colectiva en el despertar de este fiasco que ha dejado un cráter masivo en nuestro entendimiento de la modernidad y la modernización.

Lo que hace a esta experiencia desconcertante y (para los arquitectos) humillante es la persistencia desafiante y el vigor aparente de la ciudad, a pesar del fracaso colectivo de todas las agencias que actúan en ella o tratan de influenciarla -creativamente, logísticamente, políticamente.

Los profesionales de la ciudad son como jugadores de ajedrez que perdieron de las computadoras. Un piloto automático perverso constantemente más listo que todos los intentos de capturar la ciudad, agota todas las ambiciones de su definición, ridiculiza las afirmaciones más apasionadas de su fracaso presente e imposibilidad futura, guiándolas implacablemente más lejos en su vuelo hacia adelante. Cada desastre predicho es de alguna manera absorbido bajo el cobijo infinito de lo urbano.

Lo mismo que la apoteosis de la urbanización es evidentemente obvia y matemáticamente inevitable, una cadena de retaguardia, acciones y posiciones escapistas posponen el momento final del arreglo de cuentas de las dos profesiones anteriormente más implicadas en hacer ciudades -arquitectura y urbanismo. La urbanización penetrante ha modificado la condición urbana misma más allá de su reconocimiento. “La” ciudad ya no existe. Como el concepto de ciudad está distorsionado y estirado más allá de ningún precedente, cada insistencia en su condición primordial -en términos de imágenes, reglas, fabricación- irrevocablemente lleva vía la nostalgia a la irrelevancia.

Para los urbanistas, el redescubrimiento tardío de las virtudes de la ciudad clásica en el momento de su imposibilidad definitiva puede haber sido el punto de no regreso, momento fatal de desconexión, de descalificación. Ahora hay especialistas en dolor fantasma: doctores discutiendo los intrincamientos médicos de un miembro amputado.

La transición de una posición anterior a una estación reducida de relativa humildad es difícil de ejecutar.

El descontento de la ciudad contemporánea no ha llevado al desarrollo de una alternativa creíble; ha, por el contrario, inspirado solamente formas más refinadas de articular el descontento. Una profesión puede persistir en sus fantasías, su ideología, su pretensión, sus ilusiones de involucramiento y control, y es por tanto incapaz de concebir nuevas modestias, intervenciones parciales, realineamientos estratégicos, posiciones comprometidas que puedan influir, redirigir, triunfar en términos limitados, reagrupar, empezar de lo raspado incluso, pero nunca restablecerá el control.

Debido a que la generación de Mayo ‘68 -la generación más grande que fue jamás, atrapada en el “narcisismo colectivo de una burbuja demográfica”- está ahora finalmente en el poder, se está arriesgando a pensar que es responsable por la muerte del urbanismo -el estado de las cosas en el cual las ciudades ya no pueden ser hechas- paradójicamente porque ella redescubrió y reinventó la ciudad.

Sous le pavé, la plage [bajo el pavimento, la playa]: inicialmente, Mayo ‘68 lanzó la idea de un nuevo comienzo para la ciudad. Desde entonces, hemos estado comprometidos en dos operaciones paralelas: documentar nuestro abrumador temor reverente por la ciudad existente, desarrollando filosofías, proyectos, prototipos para una ciudad preservada y reconstituida y, al mismo tiempo, burlarnos del campo profesional del urbanismo fuera de existencia, desmantelándolo en nuestro desdén por aquellos que planearon (e hicieron enormes errores de planeación urbana) aeropuertos, Nuevos Poblados, ciudades satélite, súper carreteras, edificios de gran altura, infraestructuras, y toda la demás lluvia radioactiva de la modernización. Después de sabotear al urbanismo, lo hemos ridiculizado, hasta el punto en que departamentos enteros de universidades están cerrados, oficinas en bancarrota, burocracias despedidas o privatizadas. Nuestra “mundanería” esconde síntomas graves de cobardía centrada en la simple cuestión de tomar posiciones -tal vez la acción más básica en hacer la ciudad. Somos simultáneamente dogmáticos y evasivos. Nuestra sabiduría amalgamada puede ser fácilmente caricaturizada: según Derridá nosotros no podemos ser el Todo, según Baudrillard nosotros no podemos ser Reales, según Virilio no podemos estar Ahí. “Exiliados al Mundo Virtual”: argumento para una película de horror.

Nuestra presente relación con la “crisis” de la ciudad es profundamente ambigua: aún culpamos a otros de una situación por la cual tanto nuestra incurable idea utópica como nuestro desdén son responsables. A través de nuestra relación hipócrita con el poder -desdeñosa aunque ambiciosa- desmantelamos una disciplina entera, nos cortamos de lo operacional y condenamos a poblaciones enteras a la imposibilidad de codificar civilizaciones en sus territorios -el tema del urbanismo.

Ahora nos quedamos con un mundo sin urbanismo, solamente arquitectura, siempre más arquitectura. La destreza de la arquitectura es su seducción; define, excluye, limita, separa del “resto” -pero también consume. Explota y agota los potenciales que pueden ser generados finalmente sólo por el urbanismo, y que sólo la imaginación específica del urbanismo puede inventar y renovar.

La muerte del urbanismo -nuestro refugio en la seguridad parasitaria de la arquitectura- crea un desastre inminente: más y más sustancia está injertada en raíces hambrientas.

En nuestros momentos más tolerantes, nos hemos rendido a la estética del caos –“nuestro” caos. Pero en el sentido técnico caos es lo que pasa cuando nada pasa, no algo que puede ser construido o comprendido; es algo que se infiltra; no puede ser fabricado. La única relación legítima que los arquitectos pueden tener con el tema del caos es tomar su justo lugar en el ejército de aquellos devotos a resistirlo, y fallar.

Si es que va a haber un “nuevo urbanismo” este no estará basado en las fantasías gemelas de orden y omnipotencia; será el andamiaje de la incertidumbre; ya no estará interesado en el arreglo de objetos más o menos permanentes sino con la irrigación de territorios con potencial; ya no ambicionará configuraciones estables sino la creación de campos habilitados que alojen procesos que rehúsen ser cristalizados en una forma definitiva; ; ya no será más sobre definiciones meticulosas, imposición de límites, sino acerca de nociones expansibles, fronteras contradichas, no acerca de separar e identificar entidades, sino acerca de descubrir híbridos innombrables; ya no estará obsesionado con la ciudad sino con la manipulación de infraestructura para interminables intensificaciones y diversificaciones, atajos y redistribuciones -la reinvención del espacio psicológico. Ya que lo urbano es ahora penetrante, el urbanismo nunca volverá a ser sobre lo “nuevo”, sólo acerca de lo “más” y de lo “modificado”. Ya no será acerca de lo civilizado, sino acerca de lo subdesarrollado. Desde que está fuera de control, lo urbano está a punto de convertirse en un vector mayor de la imaginación. Redefinido, el urbanismo no sólo, o en su mayor parte, será una profesión, sino una forma de pensar, una ideología: aceptar lo que existe. Estábamos haciendo castillos de arena. Ahora nadamos en el mar que los desbarató.

Para sobrevivir, el urbanismo tendrá que imaginarse una nueva novedad. Liberado de sus deberes atávicos, el urbanismo redefinido como una manera de operar en lo inevitable atacará a la Arquitectura, invadirá sus trincheras, la sacará de sus bastiones, socavará sus certezas, explotará sus límites, ridiculizará sus preocupaciones con materia y sustancia, destruirá sus tradiciones, descubrirá a sus profesionales.

El aparente fracaso de lo urbano ofrece una oportunidad excepcional, un pretexto para la frivolidad Nietzscheana. Debemos imaginarnos 1,001 otros conceptos de ciudad; debemos tomar riesgos insanos [locos]; tenemos que atrevernos a ser totalmente incondicionales; tenemos que tragar profundamente y otorgar el perdón a diestra y siniestra. La certeza del fracaso tiene que ser nuestro gas / oxígeno hilarante; la modernización nuestra droga más potente. Ya que no somos responsables, nos tenemos que volver irresponsables. En un paisaje de creciente conveniencia y temporalidad, el urbanismo ya no es o ya no tiene que ser la más solemne de nuestras decisiones; el urbanismo puede aligerarse, volverse una Gaya Ciencia - Urbanismo Lite.

¿Qué ocurriría si simplemente declaramos que no hay crisis -redefinimos nuestra relación con la ciudad no como sus hacedores sino como sus meros sujetos, como sus partidarios?

Más que nunca, la ciudad es todo lo que tenemos. 1994.

lectura Bigness. Rem Koolhaas

BIGNESS, O EL PROBLEMA DE LO GRANDE

Manifiesto, 1994.


Ensayo Bigness or the problem of Large, del libro de: Koolhaas, Rem y Bruce Mau, SMLXL, OMA, The Monacelli

Press, Nueva York, 1995. Traducción de Consuelo Farías-van Rosmalen, pp. 494-517.




Más allá de cierta escala, la arquitectura adquiere las propiedades de Bigness. La mejor razón para introducir la Bigness es la dada por los alpinistas del Monte Everest: “porque está allí.” La Bigness es arquitectura fundamental.

Parece increíble que el tamaño de un solo edificio formule un programa ideológico, independientemente del deseo de sus arquitectos.

De todas las categorías posibles, la Bigness no parece merecer un manifiesto; desacreditado como un problema intelectual, aparentemente está en vías de extinción -como el dinosaurioa través de la torpeza, lentitud, inflexibilidad, dificultad. Pero de hecho, solo la Bigness instiga el régimen de complejidad que moviliza la inteligencia plena de la arquitectura y sus campos relacionados.

Hace cien años, una generación de descubrimientos conceptuales y tecnologías de soporte desencadenaron una Big Bang [Explosión Gigantesca] arquitectónica. Por hacer las circulaciones al azar, poner distancias en corto circuito, hacer interiores artificiales, reducir

masa, estrechar dimensiones y acelerar la construcción, el elevador, la electricidad, el aire acondicionado, el acero, y finalmente, las nuevas infraestructuras formaron un racimo de mutaciones que indujeron otras especies de arquitectura. Los efectos combinados de esas

invenciones fueron estructuras más altas y más profundas -Bigger [Más grandes]- de las que nunca antes fueron concebidas, con un potencial paralelo para la reorganización del mundo social -una programación sumamente rica.



Teoremas


Abastecida inicialmente por la irreflexiva energía de lo puramente cuantitativo la Bigness ha sido, por casi un siglo, una condición casi sin pensadores, una revolución sin programa. Delirious New York implicó una “Teoría de la Bigness” latente basada en cinco teoremas.


1. Más allá de cierta masa crítica, un edificio se convierte en un Edificio Grande [Big]. Una masa tal no puede ya ser controlada por una sola presencia arquitectónica, o incluso por ninguna combinación de presencias arquitectónicas. Esta imposibilidad dispara la autonomía de sus partes, pero esto no es lo mismo que fragmentación: las partes permanecen sometidas a la totalidad.


2. El elevador -con su potencial para establecer conexiones mecánicas antes que arquitectónicas y su familia de inventos relacionados no producen ningún efecto en el repertorio clásico de arquitectura. Los problemas de composición, escala, proporción, detalle, ahora son discutibles.

El “arte” de la arquitectura es inútil en la Bigness.


3. En la Bigness, la distancia entre el núcleo y la envolvente se incrementa hasta el punto en que la fachada ya no puede revelar lo que pasa en el interior. La expectativa humanista de “honestidad” está sentenciada: la arquitectura interior y exterior se vuelven proyectos

separados, uno tratando con la inestabilidad de las necesidades programáticas e iconográficas, el otro -agente de desinformación- ofreciendo a la ciudad la estabilidad aparente de un objeto.

Donde la arquitectura revela, la Bigness confunde; la Bigness transforma la ciudad de una suma de certezas en una acumulación de misterios. Lo que se ve ya no es lo que se obtiene.


4. A través solo del tamaño, tales edificios entran en un dominio amoral, más allá del bien y del mal.

Su impacto es independiente de su calidad.


5. Juntas, todas esas rupturas -con la escala, con la composición arquitectónica, con la tradición, con la transparencia, con la ética- implican el final, la ruptura más radical: la Bigness ya no es parte de ningún tejido urbano.

Ésta existe, a lo mucho, coexiste.

Su subtexto es joder el contexto.



Modernización


En 1978, la Bigness parecía un fenómeno del y para (el) Nuevo(s) Mundo(s). Pero en la segunda de los ochenta, se multiplicaron los signos de una nueva ola de modernización que absorbería -en una forma más o menos camuflada- al Viejo Mundo, provocando episodios de un nuevo comienzo incluso en el continente “terminado”. Contra los antecedentes de Europa, el impacto de la Bigness nos forzó a hacer lo que estaba implícito en Delirious New York explícito en nuestro trabajo.

La Bigness se volvió una polémica doble confrontando intentos anteriores en la integración y concentración y doctrinas contemporáneas que cuestionan la posibilidad del Todo y de lo Real como categorías viables y se resignan ellas mismas al presuntamente inevitable desmontaje y disolución de la arquitectura.

Los europeos han sobrepasado la amenaza de la Bigness por medio de especularla más allá del punto de aplicación. Su contribución ha sido el “regalo” de la megaestructura, una clase de abraza-todo, de permite-todo el soporte técnico que últimamente cuestionó el estatus del

edificio individual: una muy segura Bigness, sus verdaderas implicaciones excluyendo su implementación. El urbanisme spatiale de Yona Friedman (1958) fue emblemático: la Bigness flota sobre París como una manta metálica de nubes, prometiendo un ilimitado pero

desenfocado potencial de renovación de “todo”, pero nunca aterriza, nunca confronta, nunca clama su justo lugar -la crítica como decoración.

En 1972, Beauborg -Deván Platónico- ha propuesto espacios donde “cualquier” cosa era posible. La flexibilidad resultante fue desenmascarada como la imposición de un promedio teórico a costa del carácter y la precisión -entidad a precio de identidad. Perversamente, su clara demostración impidió la neutralidad genuina realizada sin esfuerzo en el rascacielos [norte]americano.

Tan marcada estaba la generación de mayo del 68, mi generación -supremamente inteligente, bien informada, correctamente traumatizada por cataclismos seleccionados, franca en sus prestamos de otras disciplinas- por el fracaso de este y otros modelos similares de densidad e integración -por su sistemática insensibilidad sobre el particular -que propuso dos grandes líneas de defensa: desmantelamiento y desaparición.

En la primera, el mundo está descompuesto en incompatibles fractales de unicidad, cada uno un pretexto para posteriores desintegraciones del todo: un paroxismo de fragmentación que vuelve a lo particular en un sistema. Detrás de esta falla de programa según las partículas funcionales más pequeñas aparece la perversamente inconsciente revancha de la vieja doctrina la-forma-sigue-a-la-función que lleva al contenido del proyecto -tras fuegos artificiales de sofisticación intelectual y formal- inexorablemente hacia el anticlímax del diafragma, doblemente decepcionante desde que su estética sugiere la rica orquestación del caos. En este paisaje de desmembramiento y falso desorden, cada actividad es puesta en su lugar.

Las hibridizaciones/proximidades/fricciones/traslapes/sobreposiciones programáticas que son posibles en la Bigness -de hecho, el aparato entero de montage inventado a comienzos del siglo para organizar las relaciones entre partes independientes- están siendo deshechas por

una sección de la presente vanguardia en composiciones de pedantería y rigidez casi irrisorias, tras una aparente ferocidad.

La segunda estrategia, desaparición, trasciende a la cuestión de la Bigness -de presencia masiva- a través de un compromiso abierto con la simulación, virtualidad, inexistencia. Un parchado de argumentos pepenado [de la basura] desde los sesenta por sociólogos, ideólogos, filósofos [norte]americanos, intelectuales franceses, cibermísticos, etc., sugieren que la arquitectura será el primer “sólido que se derrita en aire” a través de los efectos combinados de tendencias demográficas, electrónicos, media, velocidad, la economía, ocio, la muerte de Dios, el libro, el teléfono, el fax, afluencia, democracia, el fin del Gran Cuento....

Apoderándose de la desaparición actual de la arquitectura, esta vanguardia está experimentando con virtualidad real o simulada, reclamando, en nombre de la modestia, su anterior omnipotencia en el mundo de la realidad virtual (¿dónde el fascismo puede ser perseguido con impunidad?)



Máximo


Paradójicamente, el todo y lo real cesaron de existir como posibles empresas para el arquitecto exactamente en el momento donde el acercamiento del fin del segundo milenio vio un resuelto apresuramiento hacia la reorganización, consolidación, expansión, un clamor por

la mega escala. De otra manera comprometida, una profesión entera era incapaz, finalmente, de explotar eventos sociales y económicos dramáticos que, si son confrontados, podrían restaurar su credibilidad.

La ausencia de una teoría de la Bigness -¿qué es lo que la arquitectura máxima puede hacer?- es la debilidad más extenuante de la arquitectura. Sin una teoría de la Bigness, los arquitectos están la posición de los creadores de Frankenstein: instigadores de un

experimento parcialmente exitoso cuyos resultados corren frenéticamente y están por eso desacreditados.

Porque no hay teoría de la Bigness no sabemos que hacer con ella, no sabemos donde ponerla, no sabemos cuando usarla, no sabemos como planearla. Los grandes errores son nuestra única conexión con la Bigness. Pero a pesar de su nombre mudo, la Bigness es un dominio teórico en este fin de siècle: en un panorama de desorden, desensamblaje, disociación , desautorización, la atracción de la Bigness es su potencial para reconstruir el Todo, resucitar lo Real, reinventar lo colectivo, reclamar la posibilidad máxima.

Sólo a través de la Bigness puede la arquitectura disociarse de los agotados movimientos artísticos/ideológicos del modernismo y formalismo para recuperar su medio como vehículo de modernización.

La Bigness reconoce que la arquitectura como la conocemos está en dificultades, pero no se sobre compensa a través de regurgitaciones de aún más arquitectura. Propone una nueva economía en la que ya no “todo es arquitectura,” sino en la cual una posición estratégica es

recuperada a través de retraimiento y concentración, cediendo el resto de un disputado territorio a las fuerzas enemigas.



Principio


La Bigness destruye, pero es también un nuevo principio. Puede reensamblar lo que rompe. Una paradoja de la Bigness es que a pesar de los cálculos que lleva en su planeación -de hecho, a través de sus meras rigideces- es esa única arquitectura que construye lo impredecible. En lugar de reforzar la coexistencia, la Bigness depende de regímenes de libertades, el ensamblaje de diferencias máximas.

Sólo la Bigness puede dar sustancia a una proliferación promiscua de eventos en un sólo contenedor. Desarrolla estrategias para organizar tanto su independencia como su interdependencia dentro de una entidad más grande en una simbiosis que exacerba más que compromete la especificidad.

A través de la contaminación más que de la pureza y de la cantidad más que de la calidad, sólo la Bigness puede soportar genuinamente nuevas relaciones entre entidades funcionales que expanden más que limitan sus identidades. La artificialidad y complejidad de la Bigness

libera a la forma de su armadura defensiva para permitir una especie de licuefacción; los elementos programáticos reaccionan unos con otros para crear nuevos eventos -la Bigness regresa a un modelo de alquimia programática.

A primera vista, las actividades acumuladas en la estructura de Bigness demandan interactuar, pero la Bigness también las mantiene aparte. Como varas de plutonio que, más o menos sumergidas, desaniman o promueven una reacción nuclear, la Bigness regula las

intensidades de coexistencia programática. Aunque la Bigness es un plano de intensidad perpetua, también ofrece grados de serenidad e

incluso de blandura. Es simplemente imposible animar toda su masa con intención. Su vastedad agota la necesidad compulsiva de la arquitectura de decidir y determinar. Algunas zonas serán olvidadas, libres de arquitectura.



Equipo


La Bigness está donde la arquitectura se convierte en más y menos arquitectónica: más debido a la enormidad del objeto; menos a través de la pérdida de autonomía -se vuelve instrumento de otras fuerzas, depende. La Bigness es impersonal: el arquitecto ya no está condenado al estrellato. Aún cuando la Bigness entra en la estratosfera de la ambición arquitectónica -la frialdad pura de la megalomanía- puede ser lograda solamente al precio de ceder el control, de transformación mágica. Implica una red de cordones umbilicales hacia otras disciplinas cuya ejecución es tan crítica como la del arquitecto: como alpinistas amarrados juntos por cuerdas salvavidas, los hacedores de Bigness son un equipo (una palabra no mencionada en los últimos 40 años de polémica arquitectónica). Más allá de la firma, la Bigness significa rendición a las tecnologías; a los ingenieros, contratistas, fabricantes; a los políticos; a otros. Le promete a la arquitectura una especie de

estatus post heroico -una realineación con la neutralidad.



Bastión


Si la Bigness transforma la arquitectura, su acumulación genera una nueva clase de ciudad. El exterior de la ciudad ya no es un teatro colectivo donde eso sucede; ya no queda un eso colectivo. La calle se ha vuelto un residuo, un recurso organizativo, un mero segmento del

plano continuo metropolitano, donde los remanentes del pasado encaran los equipos de lo nuevo en un empate incómodo. La Bigness puede existir en cualquier lugar de ese plano. No sólo es incapaz la Bigness de establecer relaciones con la ciudad clásica -a lo sumo, coexistepero en la cantidad y complejidad de las facilidades que ofrece, es en sí misma urbana.

La Bigness ya no necesita a la ciudad: compite con la ciudad; representa a la ciudad; se apropia en forma exclusiva de la ciudad; o mejor aún, es la ciudad. Si el urbanismo genera potencial y la arquitectura lo explota, la Bigness enlista la generosidad del urbanismo contra

la mezquindad de la arquitectura. Bigness = Urbanismo vs. Arquitectura.

La Bigness, a través de su independencia de contexto, es la única arquitectura que puede sobrevivir, incluso explotar, la ahora condición global de tabula rasa: no toma su inspiración de supuestos muy frecuentemente exprimidos hasta la última gota de significado; gravita

oportunistamente en locaciones de máxima promesa infraestructural; es, finalmente, su propia raison d’être. A pesar de su tamaño, es modesta. No toda la arquitectura, no todos los programas, no todos los eventos serán tragados por la Bigness. Hay muchas “necesidades” demasiado desenfocadas, demasiado débiles, demasiado irrespetuosas, demasiado desafiantes, demasiado secretas, demasiado subversivas, demasiado vagas, demasiado “nada” para ser parte de la constelación de la Bigness.

La Bigness es el último bastión de la arquitectura -una contracción, una hiper-arquitectura. Los contenedores de la Bigness serán hitos en un paisaje post-arquitectónico -un mundo rascado de arquitectura en la manera en que las pinturas de Richter [Gerhard Richter, pintura

abstracta 726 (detalle), 1990] están rascadas de pintura: inflexible, inmutable, definitiva, por siempre ahí, generada a través de un esfuerzo sobrehumano. La Bigness entrega el campo a la arquitectura de después.


1994.